Un Día

(Cuento)

por Claudio M. Sciarra

(Blogmaster de Cartas sin Destino)

 

Trabajar en el sistema penitenciario no es nada agradable. Uno nunca sabe como es que termina metido en un trabajo como este. Se cursa una carrera, luego se especializa en algún área y por fin se sale a buscar un empleo. La tarea nunca suele ser fácil, y ocasionalmente, uno se topa con alguna vacante como esta. Se ponen en la balanza los pros y los contras. Al final se suele terminar aceptando porque cuenta mucho la estabilidad al ser un trabajo para el Estado, el pago no es malo..., en fin, se hace la idea uno que es algo temporal mientras se encuentra algo mejor, pero aquí me tienen, veinte años mas tarde y no he encontrado algo mejor. Lo malo de mi trabajo es que no podría irme de un día para el otro como quien da un portazo y sale muy campante. Tengo deberes y obligaciones que no se pueden abandonar. Tengo pacientes aquí. Soy psicólogo y trabajo para el penal de..., bueno, no importa mucho donde.

Sentarse un par de horas a esperar un tren retrasado nos suele poner lo nervios de punta, imagínense lo que puede hacerle a la mente humana tener que pasarse encerrado veinte años esperando. Algunos no tienen nada que esperar, porque su condena es de por vida, y otros si aguardan algo pero desearían que nunca llegue, porque esperan una condena a muerte.

            Están en un pabellón aparte. Es un sector pequeño, solo hay una docena de celdas y es relativamente tranquilo. Generalmente los condenados a muerte tienen mucho que reflexionar y pensar. Yo los asisto en esos últimos días, los ayudo a pasar lo mejor posible ese mal trance que les toca. Algunos me han jurado ser inocentes. En el momento no les creí, pero luego esa idea quedó vagando por mi cabeza y en varias ocasiones he tenido que reprimir mis intenciones de investigar hechos pasados y comprobar algunas dudas. Por suerte nunca lo he hecho, no se si resistiría saber que ayudé a que condenaran a muerte a un inocente.

            Por una cuestión de comodidad mi oficina está situada en ese pabellón. Es una habitación austera y funcional. Unos archiveros metálicos, un perchero, un escritorio y unos estantes con libros. La ventana con doble reja y alambre tejido no invita a mirar a través de ella y dejarse llevar por la reflexión, más bien oprime y agobia, por eso suelo dejar las cortinas cerradas y la luz encendida. No tengo cuadros ni adornos en las paredes, tampoco fotos de mi familia sobre el escritorio, no me parece un lugar adecuado para ellos, ni siquiera para traerlos en una foto. Además, si hubiera allí alguna fotografía de ellos eso me conectaría con el mundo real y prefiero creer que este sitio es otro mundo que deja de existir cuando salgo del edificio y que nada tiene que ver con las calles que transito a diario. Había dicho que no hay adornos pero si hay uno. Esta en uno de los estantes con libros, es un juguete. Es un pequeño ciervo de plomo, de color marrón y con un asta rota, tal vez perdida en alguna lejana pelea imaginaria. Cada vez que levanto la vista en alguna pausa del papeleo lo observo. Está echado con las patas enroscadas, como guarecido del frío; la cabeza en alto..., y debe ser solo una sensación, pero siento que él también me observa con sus ojos serenos y calmos. Es como si me esperara; parece decirme “sigue con tu trabajo que aquí estaré”, y su actitud es tan pacífica y sabia que tiene un efecto casi sedante en mí. Más de una vez me he quedado mirándolo; nos hemos quedado mirándonos mutuamente y es en esas ocasiones que los recuerdos brotan en mi mente y parecen salirse de allí y volver a andar por los pasillos de la prisión en el pabellón de los condenados.

 

            Cuando ingresé a este empleo él ya estaba aquí. Ocupaba la celda número nueve y había sido condenado tiempo atrás, pero el juicio de apelación estaba en curso y revisar todo un caso suele ser un proceso largo que en ocasiones toma años, pero en esa época ya estaba en sus instancias finales y era cosa de días para que la sentencia se desechara o quedara firme y se cumpliera la condena. Esas apelaciones generalmente son solo un ardid de la defensa para conseguir un poco más de tiempo. Hasta ahora no ha sucedido nunca que la condena fuera anulada, solo una vez se conmutó una sentencia a muerte por prisión de por vida, y no se si fue mejor o peor.

            El condenado de la celda nueve se llamaba...., Juan, solo digámosle Juan. Ya había cumplido una condena de veinticinco años por homicidio y cuando salió en libertad no tuvo mejor idea que seguir con más de lo mismo. Cinco personas más; cinco asesinatos en varios robos violentos. Debió haber sido un tipo duro y aguerrido, de esos que son moldeados por la violencia desde niños, pero nunca conocí esa faceta de él. Cuando lo conocí, la soledad del encierro y una condena a muerte por inyección letal lo habían cambiado en otra persona. Era un ser amable y casi taciturno. Siempre estaba pensativo y recuerdo haberlo visto pasarse horas sentado en el borde de la cama con la mirada perdida como si solo su cuerpo estuviera encerrado allí y su mente estuviera vagando por antiguos recuerdos lejanos. Muchos se vuelven fanáticos religiosos en esas circunstancias finales de sus vidas, pero él no; parecía haberse transformado en una especie de filósofo de esos que tienen toda la eternidad por delante para reflexionar.

            Una semana después de mi ingreso al penal terminó su juicio de apelación y, como era de esperarse, la condena quedó firme y se fijó la fecha de ejecución para una semana después. A pesar de lo que puedan imaginarse, esos últimos días pasaron como de costumbre para Juan, casi no hubo cambios en él. No recibió visitas de familiares ni amigos, solo su abogado vino una vez, tal vez para despedirse.

            El último día anterior a la sentencia, los condenados a muerte son alojados en una celda especial que está junto a mi oficina y es bastante amplia. Tiene una cama más cómoda y mullida, una mesa, una silla y un lavabo. Las paredes están pintadas de azul y, a diferencia de las otras, no tienen inscripciones ni marcas en ella, tal vez nadie quiera que quede evidencia de su paso por allí.

            La sentencia de Juan fue fijada para ser cumplida un día viernes a las ocho de la mañana; el día jueves a la misma hora fue trasladado a la celda especial. Exactamente veinticuatro horas antes. Pasaría allí su último día. Llegó escoltado por tres guardias, con las manos esposadas y los pies con grilletes que lo obligaban a caminar con pasos cortos. Un guardia lo llevaba de cada brazo y el tercero iba detrás con el garrote empuñado y listo para usarse en caso que fuera preciso. Por suerte nunca ha sido necesario emplear la violencia con ellos, todos se vuelven mas mansos en ese último día, algunos llegan a transformarse casi en niños pequeños que sollozan en silencio, es que creen que nadie los escucha, pero estoy allí a solo una puerta de distancia, así que podría decirse que he vivido muchos últimos días, de otras personas, claro, pero he llegado a sentirlos como propios. Pero el último día que más recuerdo es el de Juan, probablemente porque fue el primero, o quizás por lo que sucedió ese día.

 

            Había llegado a mi oficina a las siete de la mañana y pude escuchar el arrastrar de los pasos de Juan, que tintineaban levemente por los grilletes. Luego que se cerró la puerta metálica oí como los guardias se alejaban y el sector quedó en silencio. Supuestamente debía haber ido a charlar con él apenas llegara, pero dejé pasar un poco el tiempo. Quise que se aclimatara, pero también era yo el que debía aclimatarse a ese nuevo empleo. Lo más difícil era saber de antemano que todo debía salir bien porque había solo una oportunidad. Si la comunicación entre nosotros no se establecía no podría decirle que lo vería mañana; solo había un día, no más que eso.

            La pared de la celda que daba al pasillo era toda de rejas, no había mucha intimidad. Caminé hasta quedar frente a los barrotes. Juan estaba sentado en el borde de la cama con la mirada perdida como ya lo había visto antes. No se dio cuenta de mi presencia hasta que lo saludé. Mi voz pareció llegarle desde lejos y al principio la oyó como sorprendido por un sonido extraño..

            -Discúlpeme, doctor, no me había dado cuenta que estaba allí. ¿Hace mucho que está ahí?

            -No, solo un instante. Vine por si querías hablar... no se, pensé que querrías hablar con alguien.

            -Si, puede ser..., me gusta hablar con usted porque me escucha, no como el otro que estaba antes que decía que sí a todo pero no había escuchado ni media palabra.

            -Es cierto, hay algunos psicólogos que son así.

            -Además, si tenemos algo que decir, mejor que lo hagamos hoy, ¿no le parece? –me dijo esbozando una leve sonrisa.

            Era una broma, una simple broma que se hacía a sí mismo, pero me resultó muy embarazoso que hiciera referencia a su último día. No supe que responder, simplemente asentí con la cabeza y me tome la barbilla con la mano, como había visto hacer a algunos de mis profesores en la universidad. Supuestamente ahora me tocaba a mí decir algo, pero no sabía que, así que traté de desviar el tema.

            -Venía también a ver si necesitabas algo. No lo se, pero creo que puedes pedir lo que necesites.

            Miró hacia los costados girando la cabeza levemente y luego me dijo. –No, creo que no necesitaré nada más por hoy.

            -Puedes pedir una comida especial si lo deseas. Me encargaré de que te lo preparen.

            -Si, puede ser, -respondió un tanto pensativo –tal vez un poco de esa carne al horno con puré de papas.

Imaginé que me haría algún pedido más extravagante.

            -Pero, carne al horno con puré es lo que sirven siempre aquí los miércoles.

            -Si, lo sé, pero es que me gusta mucho y probablemente no esté yo aquí el próximo miércoles.

            -Claro, lo entiendo –le respondí mientras el color se me subía a las mejillas. –Iré a encargar que te lo traigan para el almuerzo-. Luego bajé la vista y desaparecí por el pasillo.

           

Después de ir a la cocina, anduve vagando sin rumbo por la prisión; es que si volvía a mi oficina debería detenerme frente a la celda de Juan y no me sentía bien para eso. Fui hasta la oficina de guardia de la entrada y me dijeron que no esperaban a ningún visitante para él y que tampoco vendría el sacerdote, porque él no lo solicitó. En verdad me hubiera gustado que pidiera la visita de un religioso porque eso me daría una excusa a mi para no ir a molestarlo, pero ni eso tenía. El tiempo pasaba y me vi obligado a volver a mi oficina. Si alguien me llamaba por teléfono debía estar allí. Cuando regresaba decidí caminar rápido y hacer como que iba muy apurado, pero al pasar frente a la celda escuché su voz.

-¿Vendrá luego  doctor?

-Ehh...? –exclamé un tanto sorprendido.

-Digo si vendrá luego... a charlar...

-Si, claro Juan, volveré en un momento. Solo dame un momento.

Entré a mi despacho y no sabía que hacer. Mi sentimiento de humanidad pudo más que mi miedo y luego de dar unas vueltas en torno a mí escritorio abrí la puerta y volví al pasillo. Observé una silla solitaria que estaba contra la pared en el pasillo vacío y entonces comprendí para que servía. Fui hasta ella y la tomé por el respaldo, la llevé junto a la reja y me senté. Juan hizo lo mismo con la silla que estaba dentro de su celda. La acercó hasta una distancia conveniente y se sentó. Recordé lo que había dicho antes Juan sobre ese psicólogo que decía sí a todo pero que no escuchaba nada y supuse que tal vez podría hacer algo parecido tomándome la barbilla cada tanto y meneando la cabeza como si reflexionara sobre lo que me decía.

-Me han dicho que no has solicitado hablar con un sacerdote –dije como para romper el hielo. -Si quieres puedes pedirlo.

-No, no; no es necesario. No he sido muy religioso y creo que ahora menos. Es mejor así.

-¿Y de que quieres hablar?

-No se si hablar, exactamente, lo que quisiera es contarle lo que me sucede. Es un poco extraño. Todos se imaginan que si supieran cuando van a morir se volverían locos de angustia, pero lo extraño es que a mi no me ha pasado eso. En los días anteriores sí tuve mucho miedo, pero no un miedo como lo conocemos todos, era algo distinto y más profundo. Me resultó una sensación rara al principio, pero luego fui recordando y resultó que era igual al miedo que sentía cuando era niño.

-¿Cómo igual que cuando eras niño?, ¿Te ha sucedió algo grave de niño?

-No, nunca me sucedió nada especial; fui un niño normal como todos. Lo que quiero decirle es que el miedo que sentí es igual al miedo que sienten los niños, y me sorprendió recordar sentimientos tan antiguos.

En ese momento se suponía que debería decirle algo, alguna opinión mía que aclarara sus dudas, pero por toda respuesta me acomodé en la silla, crucé las piernas y me tomé de la barbilla, entonces él continuó.

-Y luego comenzaron a llegar otras cosas a mi mente.

-Cosas..., ¿cómo que? –me atreví a preguntarle.

-Bueno, otros recuerdos, todos muy antiguos. Recordé sabores y olores, pero no de cosas raras, sino de cosas comunes, pero no son igual que como los conozco hoy en día.

-Son los mismos..., ¿pero diferentes?.

-Si, son diferentes porque son los sabores y los olores de las cosas de cuando yo era muy pequeño. ¿Usted recuerda a que huele una rosa?

-Bueno..., si, creo que sí.

-¿Recuerda haber olido una rosa de niño?

-Creo que sí, había algunas en el jardín de mi madre.

-Haga memoria, doctor, piense en ese aroma y recuérdelo, ¿no olían diferente cuando era niño?

Solté la mano de mi barbilla y desvié la mirada hacia el costado. Mis ojos se encontraron con la pared clara del pasillo vacío que se transformó en una especie de pantalla en blanco y recordé el aroma de las flores en el jardín de mi madre. Me vi a mi mismo caminando entre las plantas mientras daba pasos tímidos entre la hierba y a cada paso que daba miles de aromas puros y exquisitos llegaban hasta mi. Los tallos de las flores eran muy altos, así que debía ser muy pequeño yo porque las miraba hacia arriba; y en mi recuerdo giré la cabeza y a través de las plantas vi una silueta borrosa que se fue aclarando hasta que pude reconocer el rostro joven de mi madre que me miraba sonriente. Fue un instante, solo un destello en mi mente que me sorprendió. No recordaba eso, pero el comentario de Juan había revivido esas imágenes y esas sensaciones que llegaron y desaparecieron en un soplo de tiempo muy pequeño.

-¿Lo recuerda, doctor? ¿Olían diferente las flores cuando era niño?

La voz de Juan disipó y ahuyentó mis recuerdos trayéndome de nuevo al mundo presente.

-Si, creo que tienes razón, Juan, todo es muy diferente cuando somos niños.

-Junto con esas sensaciones de olores y sabores llegaron también otras cosas, recuerdos que nunca había tenido hasta hoy. Veo un patio con flores; margaritas blancas que se mueven suavemente por el viento y las observo como si fueran mágicas. Ese patio tiene un muro de ladrillos, por detrás del muro veo asomarse algunos pinos y el sonido de la brisa entre ellos es como música. No se donde queda esa casa. Ayer no sabía que había vivido en una casa con un patio con margaritas, pero ahora sí lo recuerdo y se que he estado allí. Antes lo más antiguo que venía a mi mente era de cuando tenía cinco o seis años, pero estos recuerdos son mucho anteriores. Dicen que cuando se va morir toda la vida de uno pasa delante de los ojos, ¿es por eso qué estos recuerdos vienen ahora a mi?

 

Comprendí de inmediato que mis estudios y mi ciencia no servían para nada en momentos como ese y todo lo que atiné a decir fue: -No lo sé-. Y es que en verdad no lo sabía. ¿Quién podría conocer que recónditos lugares de la memoria se abren cuando un hombre sabe que la muerte es algo inminente?

-Pero... ¿son reales esos recuerdos? –quiso saber Juan.

-Si, claro que son reales. Toda tu vida está allí por más que no lo sepas. Es por eso que las personas bajo hipnosis pueden recordar cosas olvidadas. Nuestros recuerdos nunca se pierden, solo que a veces no sabemos que están ahí.

-Tenía miedo de estar volviéndome loco.

-No, no es así. Es algo muy normal, un poco de angustia y otro poco de nostalgia han revivido esos recuerdos en tu mente, pero son reales y siempre estuvieron allí.

-Tal vez he estado demasiado enfrascado en otros asuntos para ocuparme de esos recuerdos, por eso olvide que estaban allí.

-Todos los adultos estamos demasiado ocupados; a veces vivimos demasiado en el presente y dejamos de lado los recuerdos.

-Es que siempre estamos pensando hacia adelante, en lo que haremos la semana entrante o adonde iremos de vacaciones el año que viene; pensamos siempre en el futuro. Ahora ya no tengo futuro, tal vez por eso me estoy empezando a ocupar del pasado, pero me resulta ya un poco tarde.

-No creo que sea bueno que te recrimines nada.

-No me estoy recriminando nada, simplemente me causa pena darme cuenta recién hoy de muchas cosas que tendría que haber aprendido antes. Elegí el camino equivocado y ya no tiene remedio.

Juan inclinó el cuerpo hacia adelante y cubrió su rostro con las manos. Pensé que lloraría, pero no lo hizo. Se podía escuchar su respiración en el silencio del pasillo; también podía percibir su pena. Juan llevó una vida equivocada pensando que hacía lo mejor para sí mismo y en el último día de su vida lo entendía y se arrepentía de ello, pero era tan tarde que ya de nada servía. No se como fue que sucedió, fue casi como un movimiento automático; de pronto miré y vi mi brazo extendido que cruzaba entre las rejas. Avanzaba lentamente y mi mano abierta se posó suavemente sobre el hombro de Juan. Fue como si al tocarlo hubiera abierto una válvula porque comenzó a llorar sin timidez ni vergüenza, y poco faltó para que yo también lo hiciera.

Cuando se serenó volvió su rostro hacia mí, pude ver sus ojos enrojecidos y húmedos que me dieron las gracias sin necesidad de palabras por esa mano amiga que le tendí a través de las rejas. No se me ocurría más que decirle y aparentemente él no estaba en condiciones de seguir hablando, así que me puse de pié y él no me detuvo. Me alejé de la reja silenciosamente respetando su dolor y su angustia. Estaba por ir a mi despacho pero me arrepentí y salí del pabellón. Necesitaba aire libre, un espacio abierto que no me oprimiera el alma.

El guardia me abrió la reja y salí hacia un patio interno que estaba cerca de donde los empleados de la prisión estacionábamos los autos. El piso era de cemento y estaba rodeado de un muro de diez metros de alto, pero el aire me reconfortó. No podía evitar sentirme conmovido por toda esa situación, a pesar que sabía que quien estaba ahí tras las rejas era un asesino confeso que no solo había matado una vez sino varias veces, pero creo que mi mayor conflicto interno provenía del hecho de que había podido percibir su arrepentimiento y lo sabía real. ¿Si alguien se arrepiente verdaderamente sigue siendo un asesino? ¿Se está arrepintiendo porque reconoce su error o simplemente ante el miedo a la muerte? ¿Si la pena se anulara se olvidaría de su tardía bondad? Preguntas todas imposibles de saberse y que estaban más allá de las tareas que me habían encomendado. Todas esas cuestiones no eran de mi incumbencia como psicólogo de la prisión, pero si eran de mi incumbencia como ser humano y el problema era mío porque no podía diferenciar claramente esos dos aspectos de mi vida.

Me ocupé de algunas otras cuestiones menores dentro de mi trabajo en el penal y ya casi se hicieron las doce, hora del almuerzo. Fui hasta el comedor de empleados y ocupé mi lugar habitual. El comedor estaba casi vacío todavía, pero no me molestó sentarme un rato a esperar pues eso me permitía seguir reflexionando en esas dudas mías que seguían dando vueltas en mi mente. Luego del almuerzo, cuando volví a mi despacho, pasé frente a la celda en donde estaba Juan. Se encontraba sentado, la mesa estaba servida y frente a él un plato de carne al horno con puré de papas que apenas si había sido probado. Su rostro se veía triste y pensativo; el tenedor vacío estaba detenido a medio camino y sus ojos parecían distantes mirando vaya a saber que cosas en su interior. Me detuve frente a la reja y lo observé.

-¿Todo está bien, Juan?

-Ah, si, si, todo está bien.

-La comida..., veo que casi no la has probado. Puedo hacer que la cambien si no la quieres y prefieres otra cosa.

-No, la comida está bien, solo es que...

-¿Que cosa...?

-No lo se, es que no se si debo decirlo.

-Puedes confiar en mí –le aseguré.

Juan dejó el tenedor en el borde del plato y se acercó hacia mí.

-Hoy le mencioné que vinieron a mi memoria cosas muy antiguas.

-Si, así es ¿Que pasa con eso?

-Es que siguieron viniendo a mi mente más recuerdos..., de mi casa, de esa que tenía un patio con margaritas. Usted me dijo hoy en la mañana que si necesitaba algo podía pedírselo y que usted se encargaría.

-Si, dime lo que quieres y haré que lo traigan.

-Lo que quiero es que me ayude; necesito que me ayude.

-No comprendo, Juan, ¿a que quieres que te ayude?

-A encontrar mi casa.

 

 

Mi auto rodaba por un camino vecinal que no se encontraba en muy buen estado. Estaba a unos ochenta o cien kilómetros de la ciudad. Sobre el tablero de instrumentos un papel con una dirección de donde probablemente estaba la casa en que había vivido Juan. Su padre también tenía un historial delictivo importante, así que solo me costó unas horas conseguir el antiguo legajo. Por suerte allí figuraban todos sus domicilios conocidos y el más antiguo era de una población cercana; allí me encontraba ahora. Ya era noche cerrada y las luces de mi automóvil iluminaban pobremente el asfalto. Él solo recordaba el patio, las margaritas y un pequeño árbol de ramas delgadas. No eran muchos datos pero si la dirección que tenía era la correcta, eso sería suficiente. Doblé por un camino secundario que se internó en un pequeño poblado. Casas bajas, poca iluminación y muchos perros ladrando casi por deporte. Con las señas que me dio un lugareño llegue hasta el destacamento policial. Le mostré rápidamente mi credencial del Servicio Penitenciario a un aburrido agente que la miró sin mucho detalle. Mejor que fuera así y pensara que era una especie de detective o algo parecido, porque si se enteraba que solo era el psicólogo de la prisión tal vez me hubiera sacado a patadas. Le mostré la dirección que buscaba e hice que uno de los policías de guardia me acompañara, sino seguramente no me franquearían la puerta a estas horas. Unos minutos después detuve el auto frente a una casa de paredes blancas y puerta de madera al frente.

El policía golpeó la puerta y al abrirse vi el rostro de un anciano que nos miró sorprendido.

-Necesitamos hablar un momento con usted –le dijo el uniformado.

-¡Válgame al cielo! ¿es que ha pasado algo? –preguntó el viejo asustado.

-No, no es nada, no se preocupe. Este señor es del Servicio Penitenciario y necesita hacerle unas preguntas. ¿Podemos pasar?

-¡Claro, claro!, adelante –dijo el hombre y se hizo a un lado para dejarnos pasar.

 

Entramos a un pequeño comedor en donde nos encontramos con una mujer mayor que se puso de pie al vernos entrar. En su rostro también se reflejó la sorpresa y la preocupación.

-No se preocupen que lo que vengo a hacer no tiene nada que ver con ustedes. Necesito hacerles algunas preguntas sobre la casa y sobre las personas que vivieron aquí.

-¿Sobre la casa? –preguntó sorprendida la mujer.

-Si, así es. ¿Cuanto hace que viven aquí?

-Bueno, no se –dijo el anciano –creo que cerca de los treinta años. Cuando vinimos a vivir aquí éramos recién casados y en el pueblo solo había unas pocas casas –dijo como si ahora fuera una gran metrópoli.

-¿Y tienen patio? –les pregunté y me miraron un tanto sorprendidos; imagino que supusieron que los interrogaría sobre algo mas trascendental o sobre algún hecho truculento ocurrido hace años.

-¿Patio?, si... tenemos un patio.

-¿Con margaritas...?

El policía ladeo la cabeza y me miró sorprendido también.

-¿Como supo usted eso? –me preguntó la mujer.

-¿Hay margaritas, entonces?

-Ahora no, pero las hubo. Fue hace muchos años. Cuando llegamos a la casa el patio estaba lleno de ellas. Imagino que las habrían plantado los dueños anteriores. Parecían ser de una especie salvaje porque cuando me aburrí de ellas y le dije a mi esposo que las sacara, seguían brotando. Hasta hoy suele salir alguna cada tanto.

-¿Podría ver el patio?

-Si, creo que sí...

Los ancianos caminaban delante de nosotros y luego de cruzar un pasillo y la cocina salimos al patio. Estaba oscuro, pero cuando se encendieron las luces pude ver diversas plantas de flores y algunas de especias como orégano y albahaca, que reconocí por el aroma. En uno de los costados del patio un enorme pino se elevaba hacia la oscuridad de la noche.

-Ustedes lo plantaron –les pregunte.

-No, dijo el hombre, cuando vinimos ya estaba aquí.

-Mire, allí hay una –dijo la mujer señalando hacia un costado.

Giré la cabeza hacia donde indicaba y pude ver una solitaria margarita blanca que se mecía con la brisa de la noche. El tallo era largo y delgado con solo dos pequeñas hojas y arriba la flor, abierta todavía a pesar de ser de noche. Una ráfaga un poco más fuerte sopló entre las ramas de pino y sonó como música; la solitaria flor pareció cobrar vida y movimiento, en ese instante tuve una visión. Fue algo similar al recuerdo de mi infancia que había despertado hoy en mí. Vi ese mismo patio cubierto de margaritas blancas agitándose y a un niño pequeño haciendo sus primeros correteos y estirando hacia arriba su manito regordeta intentando atrapar las flores movidas por el viento. Ese recuerdo, atrapado tal vez entre los muros del patio, llegó y se fue en un aleteo, entonces supe que había llegado al lugar correcto.

Fui hasta la pared del fondo. El cemento tenía todas las señales de haber sido reparado muchas veces. Las grietas corrían de un extremo al otro como si fueran relámpagos atrapados para siempre en el muro. Me acerqué y observé con atención. Me agaché cerca de uno de los rincones, casi detrás del tronco del pino; estiré la mano y con la palma acaricié el cemento. Di golpes con los nudillos en un lado y luego en otro escuchando el sonido que producían. Me concentré en un lugar que estaba casi al borde de la tierra y encontré un sitio en donde los golpes indicaban una cavidad. Como lo había imaginado, el sitio que me indicara Juan había sido cubierto de revoque en alguna de las incontables reparaciones que había tenido el muro. Miré discretamente hacia atrás y me aseguré que el tronco del pino me estuviera cubriendo, luego aparté un poco la tierra hasta descubrir una pequeña saliente. Tiré de ella hasta desprender un trozo de cemento del tamaño de un naipe. Un hueco oscuro se insinuó debajo y metí mi mano en él. Palpé y hurgué hasta hallar algo duro que arranqué de la tierra húmeda y me lo metí al bolsillo sin que lo notara nadie. Volví hasta donde estaba el policía con los ancianos, hice algunas preguntas más como para disimular, luego les di las gracias y me despedí de ellos.

 

Nos acompañaron hasta la puerta y nos despidieron agitando las manos. Cualquiera que nos hubiera visto podría haber pensado que éramos amigos o parientes. Subimos al auto y llevé al policía hasta el destacamento. Miré mi reloj y ya era pasada la medianoche. Le pregunté si había algún lugar en donde pudiera alojarme para dormir un par de horas antes de volver a la ciudad, pero me dijo que no. Me ofreció una de las celdas y no me pareció mala idea. Me acompañó hasta el fondo del edificio y llegamos hasta una hilera de calabozos vacíos. Me dio una manta gruesa y entré en una de las celdas. Me senté sobre el duro catre y en ese momento el oficial cerró la reja. Imagino que lo hizo por instinto. Me quité el saco y lo enrollé para hacer una especie de almohada y luego me acosté tapándome con la manta. Había andado de un lado a otro toda la tarde y estaba cansado. No me hizo falta cerrar los ojos porque mi mirada se fue apagando sola de a poco. La realidad de mis pensamientos se fue mezclando con la fantasía de mis sueños y me dormí profundamente.

Veía bailar colores en el aire, como si fueran trozos de tela llevados por el viento en un cielo negro y luego aparecieron imágenes inconexas que revolotearon en mi mente dormida y de a poco se fueron ordenando, formando una secuencia de imágenes que comenzó a tener sentido y me vi de nuevo en el patio de mi casa, caminando entre las flores. Mi madre observaba sonriendo mis pasos inseguros y en ese momento vi que las flores se agitaban y al mirarlas con atención noté que todas las plantas se habían transformado en margaritas blancas que se movían de un lado al otro al ritmo del viento y yo caminaba entre ellas. De pronto se apartaron los tallos de las flores y un niño apareció frente a mí mirándome sonriente. Lo vi estirar su mano y extender sus dedos como queriendo tocar mi rostro. Alcancé a percibir el olor de su piel cuando su palma casi rozaba mi nariz, pero no llegó a tocarme porque me desperté. No conocía a ese niño, pero en el sueño sabía que él era Juan.

Me desperecé y miré mi reloj, eran las cuatro de la mañana. Debía ponerme en camino, solo quedaban cuatro horas.

 

Me costó salir a la ruta. Me perdí en la noche entre olvidados caminos de ripio y senderos de tierra. Cuando pude tomar el camino principal que me llevó a la ruta había perdido ya otros cuarenta minutos. El reloj corría más rápido ahora, los minutos seguían teniendo sesenta segundos pero igual parecían más cortos. Bajé un poco el vidrio de la ventanilla para que el viento frío de la noche me despertara del todo y pisé un poco más el acelerador. Un rato después el horizonte comenzó a teñirse de colores. El sol se asomó y subió ágil a lo alto del cielo. A las siete quince entraba a la ciudad y el tránsito matutino me detuvo el paso. Habitualmente todo el mundo está apurado por las mañanas, pero no ese día. Repartidores de pan y camiones lecheros se me ponían delante y avanzaba sin prisa a ritmo de tortuga. Mi bocina sonaba constantemente mientras zigzagueaba entre los autos. A las siete treinta llegue a la prisión. Por poco casi atropello al guardia de la entrada cuando levantó la barrera para darme paso. Frené y el auto dio un leve patinazo contra el cemento del patio. Me bajé apurado sin preocuparme por lo mal estacionado que había quedado el auto. Entré corriendo al edificio y fui directamente al pabellón de los condenados. Juan ya no estaba en su celda. Miré mi reloj y supuse que ya se estarían preparando para la ejecución. Salí corriendo de nuevo pero me detuve y volví a mi despacho; tome de un manotazo una credencial de plástico de arriba de un archivero y me la colgué de cualquier manera de la solapa de mi saco arrugado. Tomé por un pasillo que llevaba a los fondos del pabellón. Una reja cerraba el paso, pero cuando me faltaban como quince metros para llegar a ella agité mi solapa para que el guardia viera mi credencial y no perdiera tiempo al abrirme la reja. Al pasar ese puesto de guardia me encontré con bastantes personas que caminaban de un lado al otro. Un par de periodistas con cámara al cuello apuntaban hacia un grupo de tipos de traje que caminaban hacia una puerta pequeña. Reconocí al director de la prisión y al ministro de justicia, no se quienes serían los otros pero me estaban estorbando el paso. La habitación a la que entraban era la sala de observación; un lugar que estaba junto al lugar en donde se preparaba al condenado para la ejecución. Una de las paredes tenía una gran ventana de vidrio en donde las autoridades, funcionarios y testigos podían observar los preparativos de la ejecución. Entré a la sala y la ventana estaba obstruida por toda esa gente. Los fui apartando sin mucha ceremonia y hasta el ministro de justicia tuvo que hacerse a un lado para no ser atropellado. Pegué el rostro al cristal y al otro lado estaba Juan acostado sobre la camilla. Llevaba puesta una bata color gris que dejaba su brazo izquierdo al descubierto. Dos guardias de la prisión estaban junto a él y se encargaban de ir ajustando una serie de correas que lo inmovilizarían. Colocaron las correas en sus piernas y luego en su brazo izquierdo. No se había dado cuanta que había llegado, así que golpee el vidrio con la mano hasta que retumbó. Los guardias se sobresaltaron y los que estaban junto a mi me miraron como si fuera un loco; fue la credencial de la prisión que tenía colgada en la solapa la que evitó que me sacaran.

Juan volteo el rostro y me miró sorprendido también. Metí la mano al bolsillo, luego la acerque al vidrio y al abrirla descansaba en mi palma el ciervo de plomo que había encontrado en el hueco de su patio. Su expresión mostró cierto sobresalto pero luego noté en su mirada que lo había reconocido; luego levantó su único brazo libre aún, señaló al juguete y luego me señaló a mí. Repitió esas señas dos veces hasta que los guardias bajaron su brazo y lo sujetaron con correas a la camilla. El oficial médico esperaba a un lado listo para conectar a su brazo el catéter que iría a su vena. Eran las ocho menos diez. Juan me miró nuevamente hizo una leve inclinación de cabeza, era un saludo, me estaba diciendo adiós. Apoyé mi mano abierta sobre el vidrio e incliné yo también la cabeza. Di un paso atrás y luego otro; la misma gente que antes me estorbara el paso volvió a ponerse delante mío y ya no vi más a Juan. Salí de la sala de observación y volví al pabellón. Entré a mi despacho y me senté. Puse el ciervo de plomo sobre mi escritorio y noté como parecía mirarme directo a los ojos. Dieron las ocho. Una lágrima asomó; no pude contener las otras y lloré en silencio tras la puerta cerrada de mi oficina.

Probablemente muchos no logren entenderme, no podrán comprender como es que lloraba por la muerte de un mal hombre, pero será difícil que pueda explicarles que no estaba triste por la muerte de un asesino, mis lagrimas eran por aquel niño del patio con flores y por el triste fin que había tenido.

 

Como verán, este no es un trabajo fácil. Probablemente debería haberme ido al principio y buscado otra cosa aunque no fuera en mi profesión, pero no lo hice y ya pasaron veinte años, y cada vez que miro la doble reja de la ventana de mi despacho encuentro menos diferencias entre los prisioneros y yo. No se cuanto tiempo más estaré aquí, seguramente otros diez o quince años; y cuando me retire es probable que haraganee todo el día sentado en un sillón, o podría dedicarme a algo sencillo y sin tantas complicaciones.  Podría dedicarme a la jardinería y quizás siembre flores en el jardín de mi patio. No parece difícil. Escarbar la tierra, echar semillas y agua..., no parece difícil. Es probable que para esos años mis hijos ya estén casados..., tal vez me den nietos. Si..., plantaré flores en mi patio; serán margaritas blancas y dejaré que los niños corran entre ellas y las observen agitarse con el viento como yo lo hice en ese sueño y como Juan lo hizo en su patio. Una nueva historia empezará, y yo velaré para que tenga un final feliz, aunque uno nunca sabe..., pero por lo menos lo intentaré.

 

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