El Puente (Un cuento de Navidad)

 


 

El Puente

Un cuento de Navidad

por Claudio M. Sciarra

(Blogmaster de Cartas Sin Destino)

 

 El hombre caminaba por el callejón desierto con las manos en los bolsillos del chaquetón de cuero. Miró en derredor y le pareció increíble estar allí y no disfrutarlo. Había llegado hacía ya una semana. Era su primera visita a Europa. Viajó junto a un equipo de gente de la editorial y todo resultó casi perfecto. Por su última novela fue nominado a un premio de la Asociación de Escritores, eso de por si era un gran logro, y lo había ganado; cuando volviera a su tierra el galardón iría en su maleta. Muchas veces soñó con eso y para él era nada mas que una utopía, pero ahora que era realidad se sentía menos feliz que cuando antaño imaginaba haberlo ganado, y no sabía por que.

            La ciudad brillaba con luces multicolores. En las azoteas de los edificios mas altos  titilaban arreglos de luces y de las construcciones bajas colgaban guirnaldas. En los postes de cada semáforo una rama de muérdago le recordaba a cada automovilista que, quien se detuviera bajo ellos, debía besar a quien estuviera a su lado. Pero el escritor veía todo eso desde lejos, como si estuviera en otra parte. El callejón por el que circulaba ahora no estaba en el centro de la ciudad y allí no había guirnaldas ni ramas de muérdago colgando sobre los paseantes, y si uno se detenía y levantaba la vista podía ver como esos edificios iluminados y llenos de colorido se asomaban por detrás de la línea de casas bajas y semejaban ser distantes moles pertenecientes a otro lugar, sin parecer lo que eran: parte de un mismo sitio, de una misma ciudad. Ese lugar le recordó a su viejo barrio. ¡Era tan parecido! Si hasta creyó reconocer algunos lugares, sabiendo a las claras que todos ellos habían caído bajo la piqueta del progreso. Su viejo barrio ya no existía pero ahora que se encontraba en una ciudad distinta y ajena le parecía estar nuevamente en el.

Únicamente el sonido de sus pasos rebotaba en el cemento del suburbio vacío. La esfera iluminada del reloj de una iglesia, que se asomaba distante tras las terrazas, marcaba una hora cercana a las once. Dentro de poco más de una hora sería Navidad. Seguramente lo estarían buscando quienes habían ido con él a la fiesta de la Asociación de Escritores. Había huido discretamente y sin bulla imaginando que tal vez pensarían que se fue con alguna de esas mujeres que suelen revolotear en las cercanías de los agasajados. Pensó en lo increíble del comportamiento de la mente humana. Toda su vida había soñado con ganar premios y ser homenajeado en alguna capital extranjera, y ahora que en verdad le pasaba no era feliz. Es que todo eso le pareció tan artificial. La gente, los elogios y hasta las preguntas que le hacían los de la prensa y los críticos parecían formar parte de una puesta en escena que lo hacían sentirse ajeno a todo. Era como si de repente se encontrara en medio de una obra de teatro en plena representación sin que nadie se haya molestado en darle su libreto y a cada momento se creía fuera de lugar y sin saber que decir.

Caminaba sin rumbo, no iba hacia ningún lugar, pero sin darse cuenta se internaba mas en los suburbios como si su mente, inconscientemente, lo alejara de la luz de la ciudad llevándolo hacia la oscuridad a la que él creía pertenecer. Anduvo otro trecho y el lugar fue cambiando de a poco; casi sin que él lo advirtiera. Las casas fueron dando sitio a depósitos, galpones y fábricas. Los faroles de vieja hechura que iluminaban la calle y las fachadas, eran ahora impersonales luces de mercurio que, filtrada a través de sus cristales sucios, daban una luz amarillenta y escasa. La calle terminó en una cuesta que lo llevó a un puente de cemento, que momentos antes solo se insinuaba como una sombra lejana en la noche. La línea blanca y gastada que dividía el asfalto y el cartel que indicaba precaución a los automovilistas, parecían innecesarios, pues nadie circulaba por allí. Tal vez de día sí, pero en esa víspera de Navidad ese era solo un paraje olvidado. El puente cruzaba sobre un curso de agua. Una especie de riacho en donde las fabricas de la zona volcaban sus desechos. Subió por la explanada y no sintió el rumor del agua al correr. Una vez sobre él se detuvo y apoyó las manos en el metal de la baranda. Miró hacia el agua y la notó quieta y oscura. Nada vivía allí abajo; lo sabía: ni siquiera esos barcos herrumbrados que escoraban semihundidos cerca de la orilla, semejando ser gigantes que alguien hirió de muerte en tiempos ya idos. En otras circunstancias su mente habría vagado, y hasta se hubiera enfurecido, pensando en la desaprensión de quienes arrojan desechos tóxicos a un curso de agua, pero esta vez no le importó tanto. Buscó su reflejo en la superficie y ahí estaba él, unas decenas de metros abajo, mirándolo. No alcanzaba a ver su expresión pero supo que no era muy buena. Su rostro esbozó una sonrisa; se rió de si mismo, porque pronto iba a ser Navidad, había recibido un premio importante, homenajes y a pesar de todo estaba triste sin saber por que. Esa expresión alegre pareció devolverlo al mundo real, dio un profundo suspiro que llenó sus pulmones del aire frío de la noche y miró hacia el otro extremo del puente. Alguien estaba cerca de él.

El cabello largo le dio indicios de que era una mujer. Se encontraba igual que él, apoyada con sus manos sobre la baranda de hierro y mirando hacia el agua. No supo como fue que no la vio al subir al puente; tal vez su melancolía lo distrajo o ella había llegado después, pero el hecho era que no había descubierto su presencia antes, pero ahora que la había visto, hasta alcanzó a percibir un leve perfume de mujer mezclado con el picante olor del agua negra. Cuando uno se encuentra en medio de un millar de personas los demás son entes anónimos que cruzan junto nuestro sin que les demos importancia, pero cuando se está solamente con una persona en un lugar apartado, uno se sentiría muy descortés si hiciera como si el otro no existiese, así que por ese sentimiento de urbanidad se vio obligado a saludarla. Le dio las buenas noches pero ella no respondió. Levantó un poco su cabeza, lo miró y después siguió cabizbaja con su cara hacia el agua. El escritor observó su expresión y notó su mirada hueca y falta de alegría. Sus labios parecían estar apretados en una mueca de pesar y su mentón tenía esa arruga en forma de medialuna que le aparece a quienes reprimen un llanto. Miró su reloj y vio que faltaba poco para las doce, el clima era frío y ese puente un lugar desagradable y solitario. Ni siquiera había un firmamento para contemplar, porque una bruma gris ocultaba las estrellas y la luna se insinuaba solo como un resplandor. Además pronto sería Navidad, ella debería estar en su casa; abrigada y festejando con su familia y sus amigos. No podía imaginar que era lo que una muchacha medianamente joven podría estar haciendo allí. En ese momento advirtió que él también debería estar en una alegre fiesta de la que había huido y se encontraba, al igual que ella, en ese feo puente suspendido sobre un río de aguas muertas. La miró de nuevo y algo pareció despertarse dentro del escritor; entonces comprendió. Sintió miedo y bajo su ropa abrigada un temblor helado recorrió su cuerpo. Quiso moverse y agarrarla. Se vio a si mismo saltando como un león, atrapándola en el aire, pero estaba inmóvil. Aparentemente solo los personajes de sus novelas reaccionaban espontáneamente haciendo actos heroicos; él era solo un temeroso hombre común. Sus manos apretaban con firmeza la baranda del puente como si una extraña fuerza lo mantuviera adherido a la estructura. Miraba fijamente a la mujer pero parecía haberlo dejado fuera de su mundo. Notó un movimiento en ella. La punta de su zapato derecho tuvo un leve estremecimiento y arañó el cemento del puente como si quisiera escalar sobre la defensa de hierro.

--No lo haga –le pidió el escritor con voz cargada de angustia.

La joven lo miró y el hombre notó que su expresión había cambiado, ya no era solamente triste, sino también molesta y sorprendida por haber sido interrumpida por alguien que ella creía solo un mero espectador.

--¿Por qué no habría de hacerlo? –quiso saber ella con la misma entonación en la voz que tendría una maestra que interroga a un alumno que ha dicho una bobada.

El hombre rebusco en su mente y en una fracción de segundo pasaron por ella miles de trillados argumentos que se dicen en situaciones así: que la vida es bella, que es joven y tiene mucho por delante, que eso no solucionaría nada... y muchos otros mas, pero los descartó a todos y simplemente le dijo: --porque no quiero que lo haga.

 Aparentemente ella esperaba otra respuesta, algo de un tenor diferente, y eso la desconcertó. Lo miró directamente a los ojos y frunció el entrecejo.

--¿Cómo dijo?

--Que, por favor,  no quiero que lo haga.

--¿Y por que debería importarme lo que me dice? ¿Qué sabe de mis problemas?

--No se porque debería importarle y nada se de las razones que la llevan a querer hacerlo. Quizás dentro mío, en esta noche de Navidad, aniden sentimientos parecidos, y si me preguntase porque quiero saltar sobre la baranda no sabría que responderle; pero no es por ocultarle mi dolor y mi pena, sino porque verdaderamente no lo se. Y es verdad lo que le digo: no lo se. Yo no lo se...

El quería convencerla de que era cierto lo que le decía, pero no tenía ningún argumento. El dolor de su alma parecía llenar sus pulmones sin tener una vía de escape. Las arrugas del rostro se le marcaban en una expresión que ni él sabía que significaba. La mujer lo observó, pensando y tratando de entender las palabras de ese desconocido que parecía ser tan semejante a ella, y supo que le decía la verdad.

--Todo el que salta de un puente debe tener una razón para ello –opinó la mujer.

--Es lo que pensaba hasta antes de esta noche, pero hoy la tristeza aprisiona mi corazón y no se decir por que--. El escritor cerró con fuerza sus manos sobre el hierro del puente, agachó la cabeza y sobre una de sus mejillas descendió una lágrima. La situación estaba sacando a la superficie antiguas penas que consideraba olvidadas, pero allí estaban nuevamente transformando su melancolía en algo similar a lo que sentía la muchacha. Giró el rostro y observó la silueta de ella deformada por la niebla de sus lágrimas. Ella lo vio a la cara y reconoció, como si se mirara en un espejo, la misma expresión que tantas veces tuviera y sintió pena; pero sintió pena no solo por él sino también por sí misma, y en ese momento decidió que ya no quería mas dolor y angustia ni en ella ni en nadie mas, también supo en ese momento que el remedio no estaba metros abajo en las aguas negras del río, sino allí arriba sobre el puente de cemento.

--Por favor, no lo haga –le pidió ella.

El escritor secó sus ojos con su mano enguantada y mirando a la muchacha le preguntó: --¿Y por que no habría de hacerlo?

--Por que no quiero que lo haga.

El hombre sonrió, casi forzadamente, porque le pareció curioso como sus palabras, dichas solo poco antes, volvían a él tratando de lograr el mismo efecto que él había buscado provocar en otro. Y ahora que las escuchaba no le parecieron tan desatinadas.

Buscó un pañuelo en su pantalón, pero la muchacha le alcanzó uno que tenía apretado en su puño. Se secó los ojos y se lo devolvió. La miro al rostro y le dijo: --gracias.

--Gracias a usted también –le respondió la joven con una voz no tan triste como antes.

 

Algo silbó y estalló en una nube de color. Luego cientos de explosiones más llenaron de ruido y color el aire. El escritor miró su reloj y vio que eran las doce.

--Feliz Navidad –le dijo él.

--Feliz Navidad para usted también –le respondió, y luego de observar un momento los fuegos de artificio ambos cruzaron el puente de cemento y volvieron hacia las luces de la ciudad.

Las aguas quietas del río reflejaban como un gran espejo las luces del cielo,  dando la impresión de haber cobrado vida y ya no eran mas aguas de muerte, o por lo menos, para dos personas, ya no lo serían nunca más.

 


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